
Aunque en teoría es bien sabido que somos lectores de múltiples
lenguajes, la lectura y la alfabetización suelen considerarse sinónimos en la
práctica. De ahí que hablar de bebés lectores siga sonándole paradójico a
mucha gente. Proponemos un experimento sencillo para quienes tengan dudas:
“suelten” a un pequeño de 8 meses frente a un canasto con libros y observen,
simplemente. Tarde o temprano, el niño se las arreglará para ir hacia el
canasto; tomará uno o varios libros; los olerá y les hincará algún diente; se
decidirá a probar uno y a devorar otro y, luego, si un adulto cercano “cae en
la trampa” de leerle alguno, ya no habrá marcha atrás. Cuando ese bebé descubra
que además de morderlos, los libros se abren a otros mundos y permiten estar
sentado en las rodillas de un ser querido que va nombrando tesoros ocultos en
sus páginas, pedirá que le lean una y otra y otra vez. Los libros ejercen una
fascinación temprana, una especie de amor a primera vista en los niños. No
podríamos afirmar si la fascinación se debe al objeto - libro o si se trata,
más bien, del hecho de haber descubierto un truco mágico para retener durante
mucho tiempo al papá o a la mamá, voz, palabra y presencia, para el pequeño. Lo
que sí podemos asegurar es que no hemos encontrado un solo bebé, en tantos años
de experiencia, que le tenga fobia a los libros...
Sacamos a colación el sencillo
experimento para plantear una de las primeras hipótesis que motiva a diario
nuestro trabajo en las aulas de educación infantil: el “problema de la lectura”
–del que con frecuencia se quejan los adultos– no es una idea con la que el
niño venga al mundo, sino una construcción posterior, generada por un
acercamiento inadecuado que reduce la lectura a la alfabetización mecánica. En
efecto, es muy posible encontrar niños de segundo grado diciendo “odio leer”.
Pero si uno indaga en torno a esa primera respuesta, descubrirá que lo que los
niños dicen odiar no es la lectura en sí misma, ni mucho menos las historias,
sino esa caricatura académica en la que puede haberse convertido. Y esto sucede
porque aprender a leer, en el sentido alfabético, es una tarea árida, lenta y
difícil que implica lidiar con todas las arbitrariedades y convenciones del
lenguaje escrito. Si no hay un nido fuerte que conecte desde temprano la
lectura con el desciframiento vital y si esa conexión no se continúa ofreciendo
a los niños, mediante voces de maestros y de padres que les leen historias
significativas mientras ellos conquistan progresivamente las arbitrariedades
del código escrito, leer puede convertirse en una actividad carente de sentido.
Significará hacer ruidos con la boca; responder a los interrogatorios sobre las
idea principales; perder el valioso tiempo para jugar y soñar frente a textos
insulsos; tartamudear de pánico delante del resto de la clase, garabatear
fichas y muchas otras actividades diferentes a descifrarse, conocerse y
explorar el mundo, que son realmente las actividades que sí le gustan…
Revista digital para
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